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¿Evaluación del Desempeño?: De la visión plana a la multidimensional

Félix Socorro

 

Comúnmente se entiende por evaluación la “valoración de conocimientos, aptitudes, capacidades y rendimiento”, comprendiendo por “valoración” la apreciación o cálculo de una o varias cosas. Por lo tanto al evaluar se le esta asignando un valor numérico, ya sea calculado o apreciado, a lo que se examina y ese valor dependerá de las reglas pre-establecidas o impuestas asociadas a una escala en particular.

Cuando se valora se compara. Por ejemplo, un kilogramo de oro puro no tiene el mismo valor que un kilogramo de algodón, es obvio, pero lo que los hace diferente es el significado y cotización que tenga cada uno de ellos, pues al final pesan exactamente lo mismo. Por lo tanto, la valoración no depende del elemento valorado sino de la visión o expectativas que se posea de este, lo que se traduce de manera inmediata en un hecho significativamente subjetivo.

Pero valorar objetos resulta mucho más sencillo que valorar a las personas. Si se está perdido en algún lugar del mundo es muchísimas veces más valioso un teléfono celular con un sistema de posicionamiento global, sin juegos y con pantalla monocromática, que el mismo aparato telefónico con sonidos polifónicos, varios juegos, pantalla a color pero sin GPS. Es fácil valorar de esa manera. Pero el desempeño, la calidad e incluso la utilidad de una persona no puede regirse por patrones tan obvios y lineales como los del ejemplo anterior.

Darle valor a las cosas es algo intuitivo y si se quiere genético del ser humano. Se tienen registros fósiles de las cosas que eran valiosas para el hombre en la más temprana era de su aparición y, con el paso del tiempo, su interés por clasificar se ha hecho cada vez más evidente.

Pero ¿quién dijo que se puede evaluar el desempeño? ¿quién le otorga la autoridad a una persona o grupo de ellas para decir que algo esta bien o es deficiente? ¿por qué los administradores consideran que la evaluación es necesaria? ¿se puede ser objetivo al evaluar?

Tal vez, la idea de evaluar las acciones de las personas, su proceder, éxitos y fracasos en el ambiente laboral esté más vinculada a un pensamiento religioso ancestral que a un proceso verdaderamente administrativo. Un ejemplo de esta afirmación se encuentra vívidamente representado en el Libro de los Muertos de la antigua civilización Egipcia quienes representaban como el alma de las personas era sometida a una evaluación antes de establecer si era digna o no de entrar al otro mundo. Las acciones del recién fallecido eran sopesadas por Anubis y si su proceder benévolo y exitoso pesaba más que sus defectos y errores contaba con la dicha y la gloria en el más allá. Esta línea de pensamiento era muy similar a la que poseían los Sumerios, la primera civilización en desarrollar avances importantes en los conceptos religiosos, sociales y administrativos y cuya cultura se difundió en buena parte de los antecesores del pueblo Egipcio. Al parecer esta concepción de ser evaluado por sus acciones después de la muerte es asimilada por el pueblo hebreo, quienes se desempeñaban como esclavos de los egipcios, y posteriormente fue acuñada en el pensamiento religioso de la doctrina cristiana quien promueve el juicio final donde serán ensalzados los juntos y condenados los infractores.

Como no puede obviarse la increíble influencia que la religión ejerció en la sociedad, la idea lineal y plana que imagina a un ser superior evaluando a otro de menor nivel fue acogida y prácticamente insertada en la conciencia global transmitida de generación en generación, por lo que resulta particularmente lógica en todas las etapas del desarrollo humano, desde el académico hasta el laboral.

Lo anterior le da al evaluador mayor preponderancia. No se puede evaluar algo o a alguien si no se está por encima de él, o por lo menos eso es lo que la línea señala. Por ello es el maestro quien evalúa al alumno y no al revés. Pero al evaluar pareciera que se obviara el principio ancestral de la idea que originó el proceso, pues tanto los sumerios, egipcios, hebreos, cristianos y demás religiones influenciadas por el mismo paradigma basaron su actividad en el seguimiento de los pasos que el líder o los líderes había señalado, dando como resultado uno de los patrones que hoy por hoy todavía rige la metodología de la evaluación: El premio y el castigo.

¿Para qué se evalúa en el campo laboral? Es fácil imaginar cientos de respuestas, pero la más cercana a la verdad es aquella que explica la necesidad de conocer si se está haciendo o no el trabajo bajo la línea que se ha establecido claramente. Quienes lo han hecho y lo han hecho bien son reconocidos públicamente, reciben el porcentaje más alto de aumento y son candidatos inequívocos de ascensos o promociones. He ahí el premio. Quienes no han obrado de la mejor manera son reprendidos de ya sea sutil o severamente, se les somete a un entrenamiento para “ver si mejoran”, se les niega o se les da el menor porcentaje de aumento salarial o, en el peor de los casos, se les despide basados en los resultados de la evaluación. He ahí el castigo.

Es simple y a la vez terriblemente decepcionante, la evaluación del desempeño, basada en el paradigma ancestral, tiene como finalidad premiar o castigar a quien mejor o peor lo haya hecho de acuerdo al caso y eso le otorga una condición plana y elemental a tan importante herramienta gerencial.

Ahora bien, recientemente se ha pasado de evaluaciones de 0º a las de 180º e incluso existen empresas que se jactan de evaluar a su personal en 360º, procesos en donde hasta el más elemental de los cargos puede ofrecer su percepción de la más influyente posición y se cree que con ello definitivamente se le esta dando una visión completa y compleja a la evaluación evitando en un porcentaje aceptable la subjetividad característica de la misma, cuando en realidad se está reafirmando esta condición.

Las evaluaciones basadas en la percepción, sea cual sea el grado de circunferencia que posean, no ofrecen una visión de la realidad sino una ilusión de esta, pues como en la mayoría de los casos es difícil para cualquiera que evalúa no sentirse afectado por la ausencia de detalles, pues la mente no siempre es inmediata y en procesos de valoración suele ocurrir que los eventos más recientes se imponen sobre los que ocurrieron con significativa anterioridad.

Si bien es cierto que existen empresas que han multiplicado hasta por cuatro los periodos de evaluación, no es menos cierto que tales procesos siguen manteniendo el estigma de la subjetividad porque se orientan a establecer patrones comparativos de lo que se percibe del evaluado en rubros como: trabajo en equipo, la comunicación, supervisión, etc. Elementos que no deber ser valorados, bajo ningún concepto, por esquemas ajenos a la visión de competencias.

Como se sabe, las competencias son talentos y destrezas que poseen los individuos, estas varían de una persona a otra, si bien es cierto que todos poseen las mismas competencias no es menos cierto que estas se presentan en mayor o menor escala de acuerdo a su desarrollo.

Pero las competencias no pueden ser desarrolladas de manera unilateral como usualmente se cree, no por el hecho de capacitar al empleado a través de programas y cursos su talento se verá desarrollado. Eso es una ilusión. Y es precisamente por ello que aún hoy en día, con todo lo avanzado que se encuentra el pensamiento gerencial en materia de recursos humanos, la evaluación del desempeño persigue más una utopía que el verdadero fin con el que se plantea: No todas las personas desarrollaran todas sus competencias. Y en realidad no necesitan hacerlo.

Por ejemplo, cuando se evalúa si una persona está orientada o no al trabajo en equipo y se detecta, bajo los enfoques tradicionales de percepción (ya sea a 180º o 360º) que no cumple con ese requisito, acto seguido se intenta integrar a la persona a esa línea de pensamiento pues tal competencia le considera vital para el desarrollo de las actividades de la empresa, cuando en realidad se está obviando la naturaleza misma del individuo y, por desarrollar una competencia, se dejan a un lado otras que podrían ser de muchísima más utilidad. ¿Esto por qué ocurre? Porque se comprometen tanto con el paradigma de lo que comúnmente se denomina el “deber ser” que se deja a un lado lo que “es” y las ventajas que ello puede ofrecer a la empresa.

La opinión del entorno y la propia no es del todo descartable, permite conocer la auto-imagen y como se es percibido por los demás y eso tiene valor, pero tal practica no puede considerarse una evaluación del desempeño puesto que no se mide lo que realmente éste debe generar, que en pocas palabras no es más que el “resultado” de su gestión.

Si la idea de la evaluación es conocer si los objetivos han sido alcanzados satisfactoriamente o no, no ha de centrarse la valoración en la persona sino en el fruto de su trabajo, eso permite volver a lo que se comentó en el inicio, evaluar a una persona es difícil, pero valorar las cosas (en este caso los resultados) es mucho más fácil.

Lo importante en todo caso es entender que la interacción con el entorno, la puntualidad, la comunicación y otros factores de corte similar que aglutinan las extensas interrogantes de la evaluación son elementos que deben ser considerados al momento de seleccionar al personal y no como item post-contratación, pues si el individuo fue correctamente coestimado sin duda alguna mantendrá el perfil que la empresa espera en esos rubros, por lo tanto al profesional debe valorársele por el fruto de su gestión y lo que la misma añada a la organización.


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